En constante (de)construcción

30 de junio de 2020

Eduardo Aguirre
10 min readJun 30, 2020
Foto por Nhia Moua en Unsplash.

Humano, mi nombre es Eduardo. Nací hace 20 años (y medio). En un principio, podría decirles quién soy tan fácilmente como ver el reloj y decirles qué hora es. Crecí en la Ciudad de México y voy a pasar a tercer semestre en mi carrera universitaria. Soy alto, bisexual y tengo la piel morena. No soy bueno para hablar en público, me duermo fácilmente en las películas, pierdo mi celular muy seguido y Perdonar es divino, de Gustavo Cerati, me trae mucha paz. Sin embargo, mientras la vida progresa, me cuesta más trabajo decir quién soy. Me atrevo a decir cosas más allá de la prudencia, mis miedos me lanzan a guardar secretos y, en otras ocasiones, desconozco la situación a la cual me enfrento. Me meto a Twitter y veo tantas opiniones y preguntas que me nublan el pensamiento y me hacen dudar sobre cómo reaccionar.

— ¿Debería retuitear esto o no?

— ¿Debería comentar algo en apoyo de esta causa?

— Si actué en contra de los valores de una lucha en el pasado, ¿qué puedo hacer al respecto?

— ¿Soy una mala persona?

Mi ethos se fragmenta. Veo muchas desgracias en mi timeline de Twitter. Desigualdad social; normalización y numerización de muertes todos los días — sin excepción — ; COVID-19; crisis económicas; balaceras; los tuits de John Ackerman y Chumel Torres. Y claro, afirmaciones que son obvias pero que, ni en 2020, hemos logrado comprender. El patriarcado machista mata. También el racismo. Y la homofobia (junto con la bifobia, la transfobia y la LGBT+fobia). Por suerte, también veo en Twitter que hay luchas cuyo objetivo es defender a aquellas minorías que son marginalizadas y estigmatizadas en México y en el mundo. Hay opiniones de gente valiente que enfrentan verdades incómodas y hablan en favor de los problemas sociales que causan injusticias triste, pero frecuentemente normalizadas. Al ver esas luchas, me parece obvio y pertinente apoyarlas y posicionarme en su favor. Sin embargo, mi consciencia me detiene. Me recuerda tiempos diferentes, donde tenía menos experiencia y mi forma de pensar y actuar fomentaban mecanismos que perjudicaban el progreso y la esencia de esas luchas, incluso cuando fuera de manera indirecta y con falta de intención. Mi mente se deconstruye, se arrepiente y no sabe cómo posicionar su comportamiento con el alma de esas luchas. Aun más, mi mente hace algo más peligroso — permanece ajena al progreso de esas luchas sociales y se sumerge en un pensamiento obscuro bajo dos premisas: no soy lo suficientemente influyente sobre ellas y mi ethos ya está muy dañado para construir un nuevo criterio que guíe mi conducta en el futuro.

Ojo. Las violaciones a los derechos humanos de otros nunca están bien y nunca las justificaré. En esta reflexión personal, quiero hablar sin censura sobre mi experiencia con un fenómeno diferente: la normalización y la caída ciega en discursos de opresión sistemática e intolerancia. Pondré tres ejemplos: el racismo, la homofobia y la misoginia.

En primer lugar, soy moreno. Crecí dentro de un privilegio clasemediero que me permitió ir a escuelas privadas en la Ciudad de México. Le agradezco profundamente a mis padres ese privilegio clasemediero, pero también puede ser tóxico, peligroso y puede causar una ignorancia social muy grande. En todos los niveles educativos, recibí comentarios por mi color de piel. Algunos aptos para escribir por aquí, otros no. Pero el que más destacó para mí es que algunos compañeros me llamaban “Edunegro” en la prepa. Lo decían de broma. Tal vez en un plan chingaquedito. Yo me limitaba a reír, en una mentalidad obscura y no reflexiva. El apodo venía con las asociaciones que mis compañeros hacían con la raza: “prieto en aprietos”, africano, esclavo. ¿Eran bromas que sonaban ligeras entre pubertos inmaduros y hormonales? Probablemente. Pero reflejaban un ambiente tóxico que discrimina a razas no blancas en un discurso de opresión. En el discurso de mis compañeros, la diferencia de color de piel era delimitada dentro de una dicotomía de superioridad/inferioridad, la cual evitó que un alumno moreno en una escuela cualquiera pudiera sentirse completamente igual al resto de sus compañeros. El equiparar la piel morena de alguien con el estereotipo neoyanqui de una identidad negra y oprimida fue una muestra de ideales que aspiran a una blanquitud ideológica, cultural y conductual.

Y sí creo que las escuelas privadas en las que yo estaba fomentaban la construcción de ese discurso. Nunca fueron explícitamente discriminatorias hacia un estudiante por su color de piel. Sin embargo, siempre utilizaban estudiantes rubios o blancos en sus anuncios de publicidad. Sostenían a Estados Unidos, Canadá y Europa como un ideal mientras priorizaban el dominio del inglés y del francés en sus clases. Y casi ningún profesor discutía el problema del racismo en México. Aun más, ninguno discutió la marginalización de grupos indígenas y afromexicanos en sus clases más allá de su rol histórico previo al surgimiento de la Constitución de 1917. Las escuelas privadas en las que estuve construían un discurso implícito que enajenaba la mente de sus estudiantes de cualquier problema de racismo y marginalización. Como resultado, caí en ese discurso sin pensarlo dos veces. Le encontré gracia a los chistes racistas de Sofía Niño de Rivera en 2017 y me escudé en mi privilegio clasemediero para ser más ignorante y ciego sobre el racismo y clasismo que se esconde sutilmente en el discurso de mi país. En un punto, me volví un mexicano prototipo Mexico Is The Shit: estaba orgulloso de México porque lo percibía más occidental que el estereotipo que el resto del mundo tiene sobre el país; no por otros motivos. Aun más, adopté los estigmas racistas y clasistas que el país sufre — a pesar de ser víctima de ellos también — y, muy internamente, deseaba tener una piel más blanca y menos estigmatizada. Primer error.

En segundo lugar, quiero hablar de un discurso de opresión distinto. Ser moreno es algo sobre mí que el resto del mundo puede observar casi instantáneamente. En constrate, mi bisexualidad no. Aunque mi corazón lo supo instantáneamente, me tomó años de miedo, estrés y homofobia internalizada para que yo aceptara completamente mi bisexualidad. Por lo tanto, caí en muchas actitudes erróneas e inadecuadas en el proceso de aceptar mi orientación sexual.

Ya que hablé del humor racista, el humor puberto mexicano también ataca directamente la dignidad de la comunidad LGBT+; construye un discurso que consolida la idea de que un hombre es menos hombre por caer en prácticas homosexuales. “Maricón.” “Joto”. “No homo.” “Córtese el pelo, gei.” “Puto”. En mi adolescencia, presencié un vocabulario que denigraba cualquier indicio de homosexualidad. En manera de chiste, la gente que me rodeaba declaraba mi identidad como un modo imperfecto de ser hombre. Y frases que oía en un contexto más familiar reforzaron esa noción. “¿Es gay? Ay, qué desperdicio”. “Tuvo una novia, antes de que dejara de ser hombre”. Parecía como si todos los aspectos de la sociedad en la que me desenvolvía rechazaban cualquier manifestación en contra de ciertos cánones sociales de heteronormatividad que nunca me explicaron, pero que emergían como una verdad absoluta sobre cómo me tenía que comportar. Y, para evitar ponerme en peligro, seguí ese discurso. Una vez más, encontré humor para enfrentar el estigma que no me atrevía a cuestionar. Hacía comentarios homofóbicos para desmeritar gente que era lo suficientemente valiente para expresar con orgullo su orientación sexual antes que yo. Interrumpía cada conexión que pudiera llegar a tener más allá de amistad con alguien de mi mismo sexo. En cambio, cada vez que creaba una conexión similar con una mujer, lo hacía lo más público posible. Reprimí duramente quién era para conservar los cánones sociales que me mantenían seguro. Segundo error.

¿Y las escuelas privadas donde crecí? Una vez más, en completo silencio. Muy rara vez hablaron de la homosexualidad como concepto y nunca los escuché hablar de la comunidad trans. La comunidad LGBT+ parecía un tabú que caía en la indecencia y no merecía ser discutido. Con cánones de masculinidad tan estrictos, comprendo por qué es fácil que los hombres cisgénero caigan en un discurso sexista de opresión y machismo en un país como México.

El patriarcado opresor me otorga un privilegio por ser un hombre cisgénero que no debería tener. Aun así, caí en ciertas consecuencias conductuales del sistema patriarcal que no son correctas. Creía que, por haber crecido con muchas mujeres y por no acosar a ninguna mujer físicamente en fiestas u otros espacios públicos, no podía ser misógino. Con los años, veo que estaba equivocado. Si practicar la homosexualidad parecía hacerte menos hombre en mi entorno, el gustarle a una mujer parecía hacerte más hombre. Mientras crecía, adopté un pensamiento que medía la masculinidad en una escala. Creí que mi masculinidad se fortalecía si una mujer estaba interesada en mí. En consecuencia, llegué a sobresexualizar mi percepción sobre mujeres de mi edad e, hipócritamente, llegúe a comentar mal de una mujer por tener una vida sexual activa. Una vez más, el humor llegaba para normalizar una violencia histórica que siempre ha subordinado la femeneidad sobre la masculinidad. Las palabras perdían su significado y veía como gente que me rodeaba las soltaba tan fácil que adquirían un significado cotidiano y normal. Zorra. Fácil. Puta. Con una tensión constante de proteger mi bisexualidad de todo peligro, caí en discursos que buscaban la validación de mi masculinidad sobre un amor romántico verdadero. Aún más, los discursos en los que caí me hicieron adoptar un machismo que frecuentemente causa mayor degradación hacia las mujeres sólo por ser mujeres. Ahora me doy cuenta de que ese tipo de pensamientos no sólo es violento, sino peligroso. Por ejemplo, mis compañeros de preparatoria usaban palabras como “feminazi” para degradar las luchas feministas que adquirieron fuerza en 2019. Muchos de ellos, así como profesores de la escuela, fueron más tarde acusados de acoso sexual y psicológico hacia las mujeres que estudiaban ahí. Junto con el racismo y la homofobia, el machismo es un fantasma social que normaliza la violencia sistemática hacia las mujeres. En un país como México, los discursos de machismo provocan que la dignidad de las mujeres sea injustamente subestimada, al punto de que una mujer tenga el miedo de no volver a su casa cada vez que sale. Mientras crecía, no reflexioné en cómo mis palabras fomentaban la fortaleza del machismo sistemático e inconsciente en mi país. En consecuencia, actué en favor del fortalecimiento de un patriarcado opresor. Tercer error.

Me disculpo por mis acciones ignorantes en los temas que acabo de abordar. No estoy intentando justificarlas, pero sí quiero hablar sobre mis conclusiones sobre cómo corregir mis conductas oscuras y mi pensamiento opresor en favor de las luchas sociales en contra del racismo, de la homofobia y transfobia, y de la misoginia. Eventualmente, terminé la preparatoria. Mi adolescencia, de alguna manera, acabó. Consecuentemente, entré a la universidad. Como parte de las actividades de integración de primer semestre, me metí al colectivo activista de mi universidad. Marché en las protestas por el cambio climático, por el 5° aniversario de las desapariciones de Ayotzinapa y por el aniversario del 2 de octubre. Me encontré con colectivos feministas que realizaban actividades constantes para denunciar la violencia del patriarcado y el machismo en México. Y, finalmente, estaba rodeado de personas que respetaban y aceptaban la comunidad LGBT+, que incluso me informaban sobre más grupos menos reconocidos dentro de la comunidad. La influencia de mi experiencia universitaria me hizo reflexionar sobre los cánones y criterios sociales que había adoptado anteriormente. Sentí arrepentimiento por los errores que había cometido mientras era más joven en contra de las luchas que exploré más en la universidad. A la vez, sentí miedo de externar mi arrepentimiento y de buscar maneras para corregir mis conductas anteriores.

Con el avance de luchas sociales y plataformas como Twitter, el online shaming y la cultura de cancelación social han causado que tengamos la presión de mantener el ethos perfecto. De una manera, la viralización de diferentes protestas en contra de problemas sociales en México y el mundo ha causado que muchos usuarios puedan opinar sobre un tema y condenar la ignorancia de otras personas sobre el tema en cuestión. Los comentarios pasados sobre la ignorancia de una lucha social adquieren más relevancia cuando la viralización de un caso en específico sucede. Por lo tanto, es fácil condenar a alguien más porque no han deconstruído su pensamiento en favor de luchas sociales ajenas. Y sí, es importante no tolerar discursos de opresión sistemático; es esencial desmantelarlos. Sin embargo, también es importante reconocer que no todos contamos con un ethos perfecto. No todos nos hemos deconstruido para apartarnos del machismo, homofobia y misoginia de los cuales sufre México. Por lo tanto, creo que debemos priorizar deconstruir nuestra manera de pensar sobre formular una opinión sobre cualquier causa que se viralice en redes sociales. Mientras he estado encerrado por la cuarentena, he analizado mi pasado y me he dado cuenta de que mi manera de pensar ha evolucionado en corregir viejos estigmas apropiados y en apoyar las luchas feministas, pro-derechos LGBT+ y antirracistas. Pero lo mejor que puedo hacer para contribuir en estas luchas no es formular una opinión pública en redes sociales para defenderla; sino corregir mis conductas futuras con base en principios que tomen en cuenta la dignidad de todas las identidades minoritarias y oprimidas de mi país y del mundo, estén en mi alrededor o no. Me doy cuenta de que mi mente y mi voz no son ajenas a los problemas sociales del mundo y, por medio de mi deconstrucción, podré identificar cómo lidiar personalmente ante la injusticia de discursos alrededor del mundo: no desde la perfección, sino desde el aprendizaje y el crecimiento continuo en favor de la igualdad y la justicia. Finalmente, de cualquier manera, sólo soy…

Humano, mi nombre es Eduardo. Nací hace 20 años (y medio). En un principio, podría decirles quién soy tan fácilmente como ver el reloj y decirles qué hora es. Crecí en la Ciudad de México y voy a pasar a tercer semestre en mi carrera universitaria. Soy alto, bisexual y tengo la piel morena. No soy bueno para hablar en público, me duermo fácilmente en las películas, pierdo mi celular muy seguido y Perdonar es divino, de Gustavo Cerati, me trae mucha paz. Sin embargo, mientras la vida progresa, he aprendido a reflexionar más profundamente sobre quién soy y qué pienso sobre los temas y situaciones con los que me enfrento a lo largo de mi vida. He cometido errores, sí. Sin embargo, ahorita me motivan para ser una persona con un criterio más analítico y con principios más fuertes. Así, por medio de la deconstrucción, termino por conocer quién soy de manera más profunda, en favor de un mundo más consciente, más despierto, más revolucionario y menos opresor.

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